’Catón’

De lo bueno poco. Y de lo poco mucho

De lo bueno poco. Y de lo poco mucho
Periodismo
Agosto 14, 2019 18:34 hrs.
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Armando Fuentes Aguirre › guerrerohabla.com

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Antiguas crónicas hablan de un pequeño lugar del sur de la República, villorrio apartado de las ciudades grandes, recostado en las faldas de una de esas montañas de nombre mexicano, junto al afluente de un río cuyo nombre conocen nada más los estudiosos de libros de Geografía.

Pacífico era el pueblo, conservador, tradicional. Sus vecinos, buenos ’cristianos católicos’, como decía el señor cura García Siller, de felicísima memoria, se dedicaban a la agricultura y pequeña ganadería, y conservaban aún las costumbres de sus antepasados. No los inquietaban las cosas del mundo exterior, y sólo por algún viajante de comercio o por algún periódico de la Capital, que llegaba con retraso de días, se enteraban de lo que sucedía en el país y el mundo. Como ecos distantes oían noticias de guerras y revoluciones, de magnicidios cometidos en las altas persona de los reyes, los príncipes o los potentados, o escuchaban hablar de quiebras financieras, de estrepitosas bancarrotas, de alzas y bajas de precios. Ellos como si nada: vivían la vida patriarcal de aquellos tiempos idos que unos decían de Maricastaña y otros llamaban ’los años de la canica’ sin detenerse a averiguar a qué canica se aludía en tan curiosa expresión.

Ningún problema había nunca en aquel pueblo. Digo mal: había uno. Los curas párrocos de la iglesia no duraban. Llegaba uno y al poco tiempo se iba. Venía otro, y tampoco hacía huesos viejos en el encargo parroquial. La prebenda era buena, rendía estimables estipendios, jugosos diezmos, primicias atractivas... El clima del lugar era propicio; de buen natural era la gente. Y sin embargo los curas no duraban los curas. Llegaban y al poco tiempo se iban. El señor Obispo llamaba a uno de sus sacerdotes y le decía:

-Prepárese Su Paternidad, pues le voy a encomendar la parroquia del pueblo tal.

Nomás decía Su Excelencia el nombre del lugar y los señores curas se angustiaban, pues conocían la fama de aquel sitio. ¿Qué sucedía allí? ¿Por qué no duraban los padres en la iglesia? Nadie lo sabía. Y sin embargo los lugareños tenían fama de ser buenos, apacibles, mansos y aun amorosos.

Allá iba el nuevo cura, como va el cordero pascual al sacrificio. Y en efecto, ni siquiera había acabado todavía de deshacer su equipaje cuando allá va la carta, a la cabecera de la diócesis, firmada por todos los vecinos: el nuevo señor cura no servía; debía el señor Obispo mandarles otro de más luces, mayor ilustración, que conociera mejor los sagrados textos y tuviera más ciencia para explicar con amplitud mayor las cosas de la Palabra Santa.

El Obispo siempre se avenía a la petición de aquellos comarcanos, pues de ellos recibía buenos obsequios y finas atenciones. Y enviaba a otro párroco. Y sucedía lo mismo de la pasada vez; lo mismo de siempre. Otra vez llegaba la carta perentoria signada por todos los vecinos, sin excepción alguna, incluidos los más piadosos, en que el poblado demandaba la dimisión del nuevo padre y el envío de otro.

Un día el señor Obispo hizo llamar a uno de sus más viejos sacerdotes, ya casi en estado de retiro, y le dijo las palabras fatales:

-Prepárese Su Paternidad, pues le voy a encomendar la parroquia del pueblo tal.

Ganas le dieron al padre de responder que a ese lugar no iba ni de Papa, pero por santa obediencia no respondió. Volvió a su casa y empezó a disponer sus cosas para marchar a aquel curato que nadie quería. (Seguirá).


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